El camino de las decisiones

El proceso de toma de decisiones suele ser difícil de encarar. ¿Quién de nosotros no se ha sentido confundido o dubitativo frente a él? Ahora bien, ¿qué es lo que despierta esas sensaciones?

En primer lugar, consideremos el escenario del cual partimos: se nos presentan una serie de opciones, más o menos amplias de acuerdo a las posibilidades de cada uno y/o a la circunstancia en la que nos encontremos. En algunos casos, podemos sentirnos empujados a una sola y única dirección, mientras que, en otros, pueden presentarse ante nosotros tantas posibilidades que no sabemos por cuál optar. 

Pensemos el proceso de toma de decisiones como un recorrido. Imaginemos que, en nuestra ruta, llegamos a un cruce de caminos. Así como no podemos avanzar si nos quedamos en la encrucijada, tampoco podremos desarrollar nuestros proyectos y sueños personales si no decidimos qué queremos hacer. Y esta decisión, así como implica elegir positivamente algo, también nos exige dejar de lado (al menos, temporalmente) otras opciones. Esta situación hace que el momento de tomar una decisión movilice un sinfín de sentimientos y pensamientos, los cuales se ponen en juego y afectan al proceso, en algunos casos guiándolo, y en otros dificultándolo. 

Continuando con la metáfora del camino, pensemos que en nuestro recorrido surgen imprevistos, obstáculos que debemos sortear, compañeros ocasionales de viaje, etc. Una mudanza familiar, la pandemia que vivimos en 2020, un embarazo no planificado, una enfermedad, una nueva pareja… son algunos ejemplos de situaciones no planificadas que influyen en nuestro proceso de toma de decisiones, llevándonos a revisar nuestro recorrido, cambiando de rumbo o, en algunos casos, haciendo una pausa en el camino por un tiempo… A veces estos imprevistos pueden hacernos dudar de una decisión que teníamos casi concretada, mientras que, en otras oportunidades, tal vez nos permiten afianzar un proyecto en el que dudábamos. 

Por otra parte, hay dos situaciones en las que podemos tomar una decisión: aquélla en la que dicha elección es voluntaria, es decir, queremos hacer algo, por lo cual nos sentimos motivados a decidirnos; otra, muy distinta, en la que nos vemos obligados a hacer una elección. No es lo mismo tener que decidir a qué lugar irnos de vacaciones, que elegir entre pagar cuentas o comprar alimento; claramente, la situación general en un caso y otro difiere, y los factores que en ella intervienen influyen en nuestro proceso de decisión. Una cosa es decidir desde la necesidad, y otra, totalmente distinta, hacerlo desde la libertad y el deseo. 

Una situación muy particular en relación a lo planteado es aquella en la que nuestros deseos nos llevan a elegir una opción, mientras que nuestra necesidad nos empuja en otra dirección. Pongamos un ejemplo para entenderlo mejor: pensemos en un adolescente que está encarando su proceso de elección vocacional, y se siente atraído por estudiar Ingeniería Nuclear. Dicha carrera no se dicta en su ciudad, por lo cual, para estudiarla, debería trasladarse a otra provincia, muy distante de la suya. Esto implicaría, para su familia, tener que costear las necesidades del adolescente en la nueva ciudad, como ser, alquiler, alimento, transporte, etc. Supongamos que la familia del joven no cuenta con recursos para solventar estos gastos, por lo cual le comunica al estudiante que no podrá irse de su ciudad. Finalmente, el joven decide estudiar una carrera que se dicta en su ciudad. 

En este caso, ¿la elección del joven es totalmente libre? En verdad, no lo es, ya que se ha visto condicionada por las posibilidades concretas que tienen su familia y él. Esto suele ocurrir en la mayoría de los procesos de toma de decisiones, los cuales se desarrollan bajo ciertas condiciones contexuales, que incluyen factores temporales, espaciales, económicos, sociales, culturales, entre otros. Por supuesto, hay situaciones en la que la persona tiene más libertad de elección que en otras; esto no siempre depende totalmente del contexto, por un lado, ni de la voluntad, por el otro. Cada uno de los factores mencionados influyen en mayor o menor medida en un proceso de decisión, por lo cual, cuando este último se desarrolla de forma consciente, es fundamental identificarlos y sopesar su importancia en la elección final. 

Decisiones: ¿por dónde empezar?

Como ya dijimos, tomar una decisión es un proceso; esto quiere decir que se desarrolla en el tiempo, por lo cual no se concreta de un momento al otro. El tiempo real que demande será particular en cada persona y situación, no habiendo plazos universales para tomar una decisión. 

Como todo proceso, éste también tiene etapas, las cuales pueden tener una duración variable de acuerdo a la persona y circunstancia, y es posible que en algunos casos se superpongan dos o más de estas fases. A continuación, las delimitamos de forma individual, con el único objetivo de presentar una breve explicación de cada una de ellas:

Primera etapa: definición de la situación- problema: 

En primer lugar, debemos tener claro cuál es la situación problemática de la cual partimos, que, en este caso concreto, sería qué queremos decidir. Para esto, es importante considerar todas las variables intervinientes en la misma. Retomando el ejemplo que planteamos en posts anteriores, la situación problemática sería elegir una carrera para estudiar. Dicha decisión estará condicionada por algunas variables, como ser: interés por determinada área de estudio, imposibilidad de mudarse a otra ciudad, limitaciones económicas, etc. 

Segunda etapa: identificar las posibilidades reales y/o potenciales: 

En ella, es necesario delimitar qué es lo que podemos hacer, en relación a la decisión que queremos tomar. Aquí es importante diferenciar las posibilidades reales, es decir, aquellas cosas que efectivamente podemos llevar a cabo, de las potenciales, esto es, acciones que podríamos desarrollar de efectuarse ciertos cambios. En nuestro ejemplo, una posibilidad real sería estudiar en una universidad pública, y una potencial podría ser obtener una beca en una universidad privada. 

Tercera etapa: establecer una escala de prioridades: 

En toda decisión, se ponen en juego ciertos valores, aspectos que personalmente estimamos más o menos; algunos ejemplos pueden ser: el dinero, el gusto personal, el desarrollo profesional, etc. De acuerdo a la persona, al momento vital y a las necesidades individuales, puede prevalecer uno u otro. Es importante ordenar estos valores de acuerdo a la importancia que tienen para quien debe decidir, a fin de evitar priorizar valores secundarios. Siguiendo con el ejemplo propuesto, si lo que más me importa es estudiar una carrera que sea de mi agrado, seguramente me inclinaré por esto, independientemente de las posibilidades económicas que se deriven de la misma; en cambio, si me interesa tener un buen ingreso, priorizaré las carreras que estimo más redituables monetariamente. Ambas decisiones pueden ser acertadas; lo importante es que lo sean para quien debe tomarlas, ya que será él/ella quien deba asumir las consecuencias.

Cuarta etapa: diseñar un plan de acción: 

Una vez que sabemos qué queremos decidir y establecimos nuestra escala de prioridades, debemos pensar un plan para llevarlo a cabo. En relación a esto, me parece importante recordar que tomar una decisión es ya una acción en sí misma, pero también implica concretar otras acciones, aquellas que nos permitirán alcanzar nuestros objetivos. En nuestro ejemplo, esto implicaría averiguar en qué casas de estudio se dicta la carrera de interés, comunicarse con la misma para consultar los requisitos de inscripción, buscar la documentación que se debe presentar, etc. A veces basta con hacer un reconto mental de las acciones, mientras que en otras oportunidades será necesario tomar nota de ellas a fin de evitar posibles olvidos; esto también nos permitirá organizarnos adecuadamente, aprovechando mejor el tiempo. 

Quinta etapa: poner en práctica el plan diseñado: 

Este paso es fundamental, ya que no sirve de nada planificar la acción si no se la lleva a cabo. Muchas veces nos pasa que proyectamos ciertos objetivos, pero nos cuesta llevarlos a la práctica… Aquí suele aparecer la famosa “procrastinación”, palabra difícil de pronunciar, pero cuyo significado es sencillo: se refiere al hábito de postergar, que muchas veces termina en el abandono de los proyectos. 

Para que el plan sea realizable, debe estar adaptado a nuestras reales posibilidades de acción (esto nos remite al segundo punto de este apartado, recordándonos que todas las etapas del proceso de decisión se relacionan entre sí, diferenciándolas con el solo objetivo de describirlas en profundidad). 

Sexta etapa: evaluar la acción: 

Por último, es importante hacer una evaluación personal del plan y la acción realizados. Esto implica volver sobre lo proyectado, compararlo con aquello que hemos hecho realmente, y hacer los ajustes necesarios, tanto en el plan como en la acción, para que ambos coincidan. 

Por otra parte, cabe la posibilidad de que, durante la ejecución de lo planeado, cambiemos de intereses y/o prioridades, lo cual puede llevarnos a modificar el plan. Por este motivo, este último debe ser lo suficientemente flexible para adaptarse a nuevas condiciones, siendo importante hacer revisiones parciales del plan al final de cada etapa.

Indecisión: el fantasma de la duda

Hasta ahora, hemos descrito el modo ideal en el que se desarrolla el proceso de toma de decisiones. Ahora bien, ¿suele ser ésta la forma habitual o más frecuente? Me atrevo a dudar de ello.

En verdad, tomar una decisión puede ser una tarea difícil para muchas personas, incluso cuando se trata de cuestiones que parecen insignificantes. Esto se debe a algo que mencionamos al comienzo de estas reflexiones: decidir siempre implica dejar de lado algunas alternativas, por lo menos temporalmente. 

Pongámonos en la piel del joven que debe elegir una carrera. Él podría preguntarse: ¿y si decido estudiar Ingeniería Mecánica, y luego me doy cuenta de que lo mío era la Abogacía? Es una pregunta imposible responder, al menos en el presente, ya que implícitamente hace referencia al futuro, un futuro que no podemos anticipar completamente.

Aquí nos encontramos con una primera certeza: toda decisión implica un riesgo. Cada vez que apostamos a un proyecto, así sea algo mínimo, nos exponemos a que no salga como nos gustaría o pretendemos. Vayamos a algo tan sencillo como elegir un plato en un comedor: puede que nos guiemos por nuestros gustos habituales, pero que la comida elegida no resulte tan sabrosa como esperábamos. La cuestión es que no lo sabremos hasta que no la probemos, y para esto debemos decidir qué queremos comer. 

Volviendo a la metáfora del camino, la indecisión sería quedarnos en la encrucijada, por temor a que la ruta escogida no sea la adecuada. Puede ser que, de esta manera, evitemos tomar un camino equivocado, pero ¿habremos avanzado en nuestro recorrido? No… Esto es así porque a decidir se aprende… decidiendo… Como dice el gran Antonio Machado, “caminante, no hay camino… se hace camino al andar”. 

La indecisión se relaciona estrechamente con otro concepto que ya mencionamos: la procrastinación. La dificultad para tomar una decisión suele llevarnos a aplazarla, en muchos casos llegando a un límite en el que la elección se torna inevitable. Y aquí corremos el riesgo de tomar una decisión precipitada y poco meditada, ya que la urgencia por decidir puede nublar nuestra capacidad de discernimiento, haciendo que prioricemos un aspecto secundario frente a otros más importantes. 

Si bien es fundamental tomarse el tiempo necesario para decidir, el proceso de toma de decisiones es algo de lo que debemos ocuparnos, focalizando nuestra atención en él. Hago esta aclaración porque muchas veces la procrastinación se manifiesta priorizando otras cuestiones ajenas al objeto de decisión. Retomando nuestro ejemplo, el joven podría afirmar que está dedicándose a disfrutar de su último año de secundaria, y que luego verá qué quiere estudiar, o que necesita tiempo para decidir, a pesar de que no está ocupándose del tema. 

En definitiva, decidir implica el desafío de aventurarnos en un camino al principio desconocido, pero con cuyo paisaje nos iremos familiarizando a medida que lo recorramos. En este recorrido, la indecisión puede aparecer como una voz que todo el tiempo nos hace dudar de la dirección escogida… “Cuidado, me parece que no es por ahí” … “¿Y si el cartel está invertido y tomamos un camino equivocado?”. Lejos de callar a esa voz, escuchémosla y tratemos de responderle… Digámosle que a lo mejor está en lo cierto, pero que, hasta que no veamos a dónde nos lleva el camino escogido, no podremos saberlo.

Por último, quiero resaltar algo muy importante: confiemos en nuestra intuición, esa brújula interna que nos habla a través de sensaciones y sentimientos… Somos seres afectivos, por lo cual es fundamental que aprendamos a conectarnos con aquello que sentimos frente a una determinada situación, evitando racionalizar las decisiones… Como podría pasarle al joven cuya razón lo empuja a estudiar Ingeniería Mecánica, mientras su corazón le advierte que su vocación está en las leyes. 

La culpa: el otro fantasma

Hoy quiero hablar de un sentimiento que suele afectar los procesos de decisión. Se trata de la “culpa”, la cual se vincula con nuestros valores personales y con los mandatos que hemos internalizado a lo largo de nuestra vida, esos que nos indican qué cosas podemos y debemos hacer. Es una sensación de malestar frente a algo que deseamos hacer o que ya hemos realizado, la cual surge cuando esto no coincide con lo que nos indica nuestra conciencia moral.

¿Qué papel cumple la culpa en los procesos de decisión? Es ella la que nos lleva a dudar de nuestra elección al hacernos notar que deberíamos responder a expectativas propias y ajenas, priorizando la obligación y el deber frente al placer. Es la que puede llevar al adolescente que está decidiendo qué estudiar, a elegir una carrera de acuerdo a los deseos paternos, en lugar de guiarse por sus propias preferencias… Es la que nos hace elegir un plato bajo en calorías en lugar de uno que nos gusta más, porque el primero engorda menos y nos permite amoldarnos a ciertos estereotipos de belleza. Es, en definitiva, una voz interior que nos lleva a cuestionar nuestras decisiones, a pesar de tener un intenso deseo y motivos personales para concretarlas. 

¿Qué podemos hacer con la culpa? No sirve de nada negarla, porque de alguna forma buscará manifestarse… Si no la reconocemos abiertamente, puede expresarse a través de nuestra conducta o en la forma de un síntoma… Lo ideal es aceptar aquello que sentimos, tratar de comprender qué nos está queriendo decir la culpa en determinada situación.

Ahora bien, escuchar la culpa no implica necesariamente acordar con ella. Siguiendo el ejemplo de la comida, este sentimiento puede aparecer frente al deseo de comer un postre en lugar de una fruta. Sin embargo, si en general mantengo una dieta equilibrada rica en frutas, por una vez que coma un postre no pasará nada… Aquí vemos que no siempre debemos guiarnos por la culpa, aunque es importante escucharla, justamente para no dejarnos llevar inconscientemente por ella. 

Identificar el sentimiento de culpa, así como las creencias asociadas a él, puede permitirnos cuestionarlos, evitando que nuestras decisiones sean totalmente condicionadas por ellos. Para esto, es fundamental tomarnos un tiempo para meditar lo que decidimos hacer, de acuerdo a las necesidades y los ritmos de cada uno.

Les propongo algunas preguntas que pueden ayudarnos en este proceso: 

¿A quién afecta esta decisión?, 

¿Qué consecuencias pueden derivarse de ella?, 

¿Quién debe asumirlas? 

Respondiéndolas podremos orientarnos, sintiéndonos más seguros con la decisión que tomemos, al ser conscientes de sus posibles consecuencias, pudiendo anticiparlas y decidir si estamos o no dispuestos a afrontarlas. 

“Me equivoqué. Y ahora, ¿qué hago?”

En el viaje de la vida, muchas veces tomamos caminos que no nos llevan a donde queríamos, nuestro GPS interno puede indicarnos una dirección que resulte insatisfactoria. Aquí aparece en escena lo que suele llamarse error o equivocación, que consiste en una discordancia entre lo que pretendíamos lograr con nuestra acción, y aquello que efectivamente ocurre. Tomo esta definición ya que considero que, en la mayoría de los casos, cuando decidimos algo, lo hacemos pensando en que será lo mejor para nosotros y/o para otros. Sin embargo, como no podemos anticipar todas las consecuencias de nuestros actos, a veces las cosas ocurren de un modo diferente al proyectado, lo cual nos puede llevar a cuestionar nuestro accionar. 

La equivocación, además, afecta directamente nuestro autoconcepto y autoestima, ya que puede hacer que pongamos en duda nuestras capacidades, lo cual suele manifestarse en pensamientos absolutistas tales como “soy un inútil”, “no sirvo para esto”, “no sé nada”, ideas que se basan en una visión reduccionista y sesgada de nosotros mismos. Estas ideas implican una generalización: esto quiere decir que, a partir de un hecho concreto, saco una conclusión general, universal, que afecta a toda mi persona. Por este motivo, puede hacer que nos formemos una visión poco realista de nuestro ser, mermando nuestra iniciativa para encarar otras acciones por miedo a volver a equivocarnos.

Una actitud adecuada frente al error es aquella que nos lleva a reconocerlo, revisando nuestra acción a fin de identificar exactamente en qué nos hemos equivocado. A veces es sólo un paso dentro de un proceso que hemos desarrollado de forma satisfactoria, por lo cual es importante reflexionar conscientemente para poder identificar a dónde está el error, y hacer las modificaciones que consideremos necesarias. 

El error puede despertar un sentimiento al que hicimos referencia en posts anteriores: la culpa, a la cual suele seguir el reproche. A veces no podemos perdonarnos haber tomado una decisión que consideramos equivocada… Nos decimos: “¡Qué estúpido/a fui! ¿Cómo no me di cuenta antes?”. No te diste cuenta antes, simplemente, porque no sabías que las cosas no iban a darse como pensabas… porque no tenemos una bola de cristal que nos permita adivinar el futuro. 

En lugar de mortificarnos por el error cometido, podemos tomarlo como una oportunidad de cambio. Como cuando vamos por un camino y nos damos cuenta de que no nos lleva a donde pensábamos, volvemos sobre nuestros pasos y tomamos un nuevo rumbo. Así como el GPS nos dice “recalculando” cuando no encuentra el destino que le indicamos, nosotros también podemos recalcular nuestras decisiones, volver a considerar las alternativas a nuestro alcance, y optar por una diferente a la original. Vale la pena que el orgullo se corra del lugar protagónico para dejar paso a la humildad, ese valor que nos ayuda a reconocernos humanos y, por tanto, falibles… pero también potencialmente inmensos. 

“No”: una palabra prohibida para muchos

El proceso de toma de decisiones implica que, en muchas ocasiones, tengamos que dejar de lado algunas alternativas en pos de aquello que priorizamos, por ser esto último más importante para nosotros en ese momento de nuestra vida. Esto, que parece lógico, no siempre es sencillo de llevar a cabo. En algunos casos, la sola idea de tener que rechazar una propuesta despierta intensos sentimientos de ansiedad y angustia, junto con la famosa culpa, de la que ya hablamos. ¿Por qué ocurre esto? Principalmente, por la necesidad de cumplir ciertas expectativas, propias y/o ajenas. 

Volvamos a nuestra metáfora del camino… Imaginemos que vamos por una ruta y llegamos a una bifurcación, de la que se desprenden tres recorridos diferentes: uno de ellos nos lleva a donde nosotros queremos ir, el otro nos conduce a un destino elegido por nuestra familia, y el último se dirige hacia donde la sociedad espera que lleguemos… Pensemos que comenzamos a transitar la ruta hacia nuestro destino, y en el recorrido aparece un guía que nos indica un retorno hacia el camino de nuestra familia, que todavía podemos tomar esa ruta… Ese guía suele estar dentro nuestro; son las expectativas y mandatos familiares y sociales que hemos internalizado a lo largo de nuestra vida, y que influyen en nuestros procesos de toma de decisiones… Es aquello que nuestra familia y la sociedad en general espera de nosotros en determinadas situaciones, lo cual condiciona las elecciones que hagamos, llevándonos, muchas veces, a postergar nuestros propios deseos y proyectos.

A modo de conclusión, retomo lo expresado en los posts anteriores: no sirve de nada desoír la voz interior que nos recuerda lo que otros esperan de nosotros… Es preferible escucharla, agradecerle las sugerencias y decirle que elegimos tomar otro camino, aquel que nosotros mismos trazamos… porque así lo deseamos, y porque las consecuencias de nuestros actos las debemos asumir, principalmente, nosotros mismos. 

Si bien los caminos ya trazados pueden parecer más seguros, no siempre nos llevan a donde nosotros queremos ir… Puede que en ellos tengamos compañía, personas que ya han optado por esa ruta y nos pueden anticipar lo que podemos encontrar en ella… Sin embargo, ése es el camino de ellas, no tiene por qué ser el nuestro. 

En definitiva, decir “no” muchas veces puede resultar difícil, hasta impensado si hemos crecido acostumbrados a obedecer sin cuestionar… Sin embargo, parte del crecimiento en seguridad y autonomía implica tomar nuestras propias decisiones, trazar nuestra ruta personal y afrontar aquello que nos encontremos en el camino… El miedo puede parecer un mal compañero, pero, si logramos escuchar lo que tiene para decirnos, puede convertirse en un faro que ilumine nuestro recorrido, advirtiéndonos de los peligros y ayudándonos a encontrar los mejores senderos para nuestro viaje. 

Aprendamos a decir “no” a las expectativas ajenas, para decir “sí” a nuestros sueños, y de esta forma animarnos a vivir nuestra propia aventura en el camino de la vida. 

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